Las casas se terminan y las casas se cimentan,
formas de ases se encontraron en el mundo,
habitaciones divididas para los cuerpos
dejando al paso puertas
que se abren con llaves, aparatos de radio por los que conocieron
la muerte del rey Pablo,
cuentas para la harina
y la comida de los animales,
ropas en mal estado, que se llevaban al trabajo,
y ropas de domingo, de paseo.
En ese sofá hacía punto la abuela
-ya no existe;
de cuerpo delgado, amable, ordenó
mis años infantiles;
hacía botitas y, con el croché,
tapetitos orientales, llenos de garrotillas,
con medio griego “tiende” y “adentro”,
que quería decir “adelante, acuéstate,
entra en la cama”,
cuando se apagaba el último leño
de la estufa y se endurecían por contracción
los calorcillos de la sartén, como una fiesta
de otro mundo tomaban forma los sonidos;
me acurrucaba allí, como si fuera de mármol,
para que no me descubriesen.
Nada ayudó a su final tranquilo;
“no me dejes sola, avecilla mía,
no te vayas”;
Sin embargo, me marchaba y se quedaba sola, de negro,
con las rodillas dobladas -imposible enderezarlas-
con su blanco sudario (lo tenía
leído en Jerusalén
bajo la luz de la Virgen)
sosteniendo un rojo palo de escoba
para que no se cayese.
En una bolsita, a su lado, pusieron
los huesos de su viejo
-no los vi.
¿Acaso ven los muertos?
Sé únicamente
que sus grandes uñas
peinan sus cabellos.
Trad. José Antonio Moreno Jurado